El pincel dibujaba los trazos al descuido. Pretendía cambiar la vestimenta de una rosa . Ella simbolizaba la ternura, con aquel color que despedía sentimientos de melancolía desafiante y a la vez tierna. La artista se miraba en cada pétalo de aquella rosa, eran como espejos que duplicaban sus pesares, como si les hablasen a la estirpe aprisionada en la naturaleza misma de tantas y tantas contradicciones. El pincel moldeaba cada trazo, no había forma de armonizar los matices. Se mezclaban colores al azar, todos se confundían ante tan extraña sensación. Jamás habían visto llorar a una rosa y no eran solo sollozos plañideros, era angustia, impotencia, era defensa y reclamo, lloraba el duelo que despedía lo genuino de su esencia y la autenticidad de sus pétalos. La rosa derramaba tantas lágrimas que era imposible lograr la perfección y disimularlas en sonrisas. Y ella defendía su identidad, se identificaba con cada rasgo de su individual apariencia, le gustaba como era, no pretendía
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