Cuando el alma medita




La vida nos regala sonrisas y lágrimas. El enigma está en atesorar lo mejor de ella y aprender de sus lecciones cotidianas. Muere el que no cree en el desafío constante de la vida, quien solo se aferra a las debilidades y no distingue en medio del laberinto la fortaleza de la luz, la energía vital que invita al renuevo en nombre del amor y de su verdad universal. Muere el que tortura, sacrifica y humilla lo esencial del pensamiento, quien no se conduele del dolor ajeno, quien mancilla sin piedad y ahoga la esperanza con la intolerante arrogancia. Muere el que no es capaz de compartir la humildad, la piedad y la paciencia, quien se valora por encima de las virtudes humanas, aquel que únicamente se condiciona al signo material de la opulencia, sin entender que lo maravilloso solo se descubre y se disfruta con los ojos del alma.




Fortuna del vivir sin apegos materiales, despojados de ambiciones vacías que solo se alimentan de vanidad y egoísmo. Encerrar la desesperanza en la nefasta oscuridad de su abismo, liberar el corazón del cansancio y la pesadumbre, de la soledad y el desamparo, de la agonía que no se resigna al consuelo del amor. Y  en ese instante preciso, cuando las alas de la paciente esperanza irradien su luz, el horizonte conspirará virtuoso abrazando los sueños inspirados, más allá de la utopía.




El amor es el nutriente vital que nunca expira, ni fenece aún entre las sombras cetrinas de la melancolía. La añoranza no es el signo de la derrota, ni el desaliento del alma, es solo un estado temporal que no podrá competir jamás con la esperanza. La vida siempre nos impone sus desafiantes incógnitas. Discernir sobre lo conveniente y lo razonable, sobre lo efímero de la belleza y lo esencial de la virtud humana, más que un acertijo abre nuevos horizontes. El conocimiento no tiene límites, la perspectiva del amor lo sublimiza todo y lo comprende todo, no justifica la maldad ni la ignorancia, pero sí sabe perdonar con el entendimiento diáfano y genuino, elevarse por encima del remordimiento, del rencor y del odio, para limpiar sanamente las heridas abiertas y los estigmas sangrantes de las miserias humanas.



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